Chile y anarquismo: El carnicero, su verdugo y los detectives.Por Claudio Rodríguez M.

Uno de los primeros en recibir las balas de las ametralladoras de los Regimientos O’Higgins, Carampangue, Granaderos, Rancagua, Arica y Artillería de Marina, fue el obrero español Manuel Vaca, originario de Movilzar, Granada. Junto con él, cayeron acribillados ex peones agrícolas del Valle Central, inmigrantes chinos –llamados también coolies- explotados en las guaneras de Tarapacá, peruanos y bolivianos de las calicheras, europeos atraídos por la fiebre del salitre y decenas de anónimos asalariados chilenos. Su única reacción fue anteponer las palmas de las manos a las descargas de los soldados.

El resultado de la carnicería fue entre 2.500 a 3.600 cadáveres amontonados en pilas en el patio de la Escuela Domingo Santa María –el gobierno de Chile, encabezado por el Presidente Pedro Montt, reconoció sólo 140 y luego 195- y su despacho posterior, aprovechándose de la oscuridad de aquel 21 de diciembre de 1907, a la fosa común del cementerio de Iquique. Entre los muertos había mujeres, niños y ancianos. Protestaban por mejoras en las condiciones de trabajo y exigían la mediación del gobierno en sus negociaciones con los empresarios ingleses del salitre. La respuesta a tan “osada” petición llegó vía telégrafo del Ministro del Interior, Rafael Sotomayor: abrir fuego a los “amotinados”. El general al mando de las tropas, Roberto Silva Renard, obedeció como el hombre de armas que había sido toda su vida.

En 1940, durante la presidencia de Pedro Aguirre Cerda, se dio la orden de exhumar los cuerpos y enviarlos al Servicio Médico Legal. En 2007, a cien años de la masacre, el gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet realizó una segunda exhumación y edificó un monumento en Iquique bajo el cual fueron depositados los restos.

En 2011, me encuentro de casualidad con un pequeño monolito camino al trabajo. Se lo comento a Galia, le explico de qué se trata y me concede unos segundos de atención. Nos esperaba una exigente jornada, así que había que seguir adelante con nuestros trajes formales, maletines y carpetas hacia el Centro de Justicia.

 

VIOLENTO AMANECER

10 de la mañana del 14 de diciembre de 1914: En los momentos en que el general Roberto Silva Renard se dirige hacia su despacho de director de la Fábrica de Cartuchos del Ejército –ubicado en la parte sur de Santiago-, siente un golpe en la espalda que lo obliga a doblarse de rodillas y orinarse en los pantalones. Cuando quiere ver a su agresor, un segundo golpe a la altura de la oreja izquierda lo lanza sobre la ventana de una casa de la calle Viel. El ataque se había perpetrado con una daga. El uniformado se afirma de una de las verjas de hierro de protección de la vivienda y se bambolea de un lado a otro como péndulo de reloj.

Silva Renard grita por ayuda y el desconocido huye por la calle Rondizzoni mientras saca del bolsillo una botella con líquido amarillo que bebe hasta acabarlo. Se trata de un veneno que no surte ningún efecto.

Los transeúntes se dividen entre los que atienden al militar herido y los que corren tras el fugitivo. A la cacería se suma el guardia de una de las puertas de ingreso al Parque Cousiño. En sentido contrario, aparece el prefecto de la Penitenciaría, quien saca su revólver y apunta al hombre cuando lo tiene al frente. Éste se entrega sin resistencia y queda a disposición del capitán de Ejército, Luis Cabrera, y de la tropa de la Fábrica de Cartuchos.

Durante su cautiverio, el detenido es inmovilizado por soldados para que el capitán Cabrera le propine siete sablazos en la cabeza, antes de derivarlo a la Cárcel Pública. Los médicos del recinto constatan en sus informes las heridas en la frente, una de seis centímetros y otra en el ojo derecho, lo que provoca equimosis en ambos párpados.

El reo es identificado como Antonio Ramón Ramón, obrero de origen español, nacido en 1879 en Movilzar, Granada. Quienes lo conocen hablan de él como tranquilo, respetuoso, obsecuente con sus empleadores, esforzado, alejado de los movimientos huelguísticos y medio hermano de Manuel Vaca, uno de los acribillados por el Ejército de Chile en Iquique. El monolito que tengo al frente me indica el lugar donde se gestó la agresión y posterior cacería. Aprieto el clic de la cámara lo más rápido que puedo. Estoy estorbando el paso de la multitud que se dirige a la Estación del Metro Rondizzoni a la hora de colación.

DETECTIVES

Las interpretaciones para esta acción de Antonio Ramón Ramón han sido variadas y desde el momento mismo de su cometido. Un medio escrito conservador –ya entonces propiedad de la familia Edwards- lo calificó de “Alevoso y cobarde atentado criminal” y lo vinculó con el entonces bullente movimiento anarquista. La prensa obrera, por el contrario, reivindicó el ataque y lo calificó como un acto de justicia por los muertos en Santa María de Iquique.

El historiador chileno Igor Goicovic, en su libro “Entre el dolor y la ira. La venganza de Antonio Ramón Ramón. Chile, 1914”, relaciona el atentado a Silva Renard con el fuerte vínculo de unión entre ambos hermanos, los cuales se habrían conocido ya adultos en el Puerto de Orán, Norte de África, volviéndose compañeros de andanzas por diferentes lugares del mundo, hasta separarse en Brasil y manteniéndose comunicados por correspondencia. Fue así como Antonio se enteró que Manuel trabajaba en las salitreras de Tarapacá, en el norte de Chile, y luego pudo ligar este antecedente, más la interrupción de sus cartas, con su fallecimiento. Su acción contra Silva Renard, continúa la tesis del historiador, surge de la muerte violenta de un ser querido y la correspondiente incubación de un deseo primario de justicia.

A la hora de buscar otras tesis a este hecho, me detengo en el historiador, filósofo y seudo detective chileno, Víctor Farías. En su libro “Santa María de Iquique. La realidad de un mito”, sostiene que los responsables de la masacre no fueron sus ejecutores –gobierno y Ejército-, sino los dirigentes “anarcoizquierdistas” que “utilizaron” a los trabajadores como “conejillo de indias” de manera de obtener beneficio político para su causa y atribuirse el rol de víctimas. Como si esto fuera poco, Farías señala que Silva Renard, antes de emprenderlas con su artillería en contra de inocentes desarmados, intentó, por todos los medios, lograr un acuerdo entre las partes en conflicto, lo que se vio imposibilitado por la propaganda anarquista. Inferimos que Ramón Ramón formaba parte de la siniestra organización revolucionaria que planeó todo con más frialdad que los gatillos apretados en la Escuela Santa María de Iquique.

¡Creativamente delirante!

El escritor Juan Ignacio Colil, en una particular conversación sostenida hace unos días, me invitó a darle una vuelta de tuerca a esta historia, más allá de la lucha de clases y la histeria conservadora: “Se trataba de dos personas que se conocieron de grandes. ¿Sólo porque se encontraban parecidos decidieron que eran medios hermanos? Difícil de creer –sostuvo-. Lo segundo, se señala que (al separarse) los tipos siguieron escribiéndose. Dudo que supieran escribir y no es clasismo, sino un dato de época”.

La segunda parte de las reflexiones de Colil se centran en el general Silva Renard y sus vínculos militares, más allá de Santa María: “¿Enterado de la muerte de su medio hermano, (Ramón Ramón) se da maña de atentar contra el general, pese a tener todo en contra, cuando nadie movería un dedo por defenderlo. Curiosamente, en ese momento, Silva Renard estaba a cargo de algo así como FAMAE (Fábrica y Maestranzas del Ejército). Al parecer, en esa época también había tráfico de armas, coimas y todo lo que eso conlleva. Silva Renard salió de escena, murió mal después de las heridas, pero todo quedo cubierto por este asunto de una venganza. ¿Si todo hubiese sido una conspiración de los mismos milicos? La víctima perfecta, hay móvil, victimario que después salió del país. Raro”.

Roberto Silva Renard –ex combatiente de la Batalla de Chorrillos en la Guerra del Pacífico, de las Batallas de Concón y Placilla en contra del Presidente José Manuel Balmaceda y verdugo del Estado en contra de las protestas sociales de principios del siglo XX- falleció en 1920 en Viña del Mar. El Ejército ha intentado rendirle honores de manera interna y dándole su nombre al Regimiento de Artillería número 3 de Concepción.

Sobre Antonio Ramón Ramón hay diferentes teorías sobre su paradero: que murió en la cárcel, que se suicidó, ambas en 1924. Otras hablan que regresó a España con una importante suma de dinero donada por anarquistas.

Por Claudio Rodríguez Morales, especial para SIC Noticias.

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