OPINIÓN: Lo viejo no muere, y lo nuevo no puede nacer. Por Adolfo Castillo.

Vivimos una situación política extraordinaria en la que tiene lugar una intensa confrontación entre los residuos político-ideológicos que se proyectan desde el pasado y la emergencia de las nuevas propuestas que se confrontan con aquello. Son ocasiones que producen un cambio en la forma de apreciar la realidad, y que lleva a la resolución de la tensión que se denomina crisis o revolución.

Esta constatación que parece obvia para muchos en la actual coyuntura política, no lo es para la mayoría social, pues operan dispositivos de control de buscan evitar la recomposición de las fuerzas que mueven hombres y mujeres en la historia.

En un texto que no ha perdido vigencia, Marx señalaba: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal” (Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte); perspectiva que a inicios del siglo 20, Antonio Gramsci continuó elaborando, esta vez desde su enfoque de la hegemonía. Como escribió: “Si la clase dominante ha perdido el consenso, entonces no es más dirigente, sino únicamente dominante, detentadora de la pura fuerza coercitiva, lo que significa que las clases dominantes se han separado de las ideologías tradicionales, no creen más en lo que creían antes. La crisis consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en este terreno se verifican los fenómenos morbosos más diversos” (Pasado y Presente).

Puede afirmarse que luego de la contrarrevolución conservadora, que tras una insurrección armada derribó al gobierno de Salvador Allende, en 1973, promovida por las clases privilegiadas de entonces, experimenta severos problemas de estabilidad que amenaza no sólo el patrón de acumulación y reproducción del capital, sino la propia posibilidad de reproducción de la las fracciones dirigentes (elites) de la sociedad. Y este proceso está estrechamente relacionado no sólo con el término de una fase de hegemonía político-cultural, sino con la ruptura en la capacidad condicionante de los sistemas de coerción social, emergiendo la posibilidad de su transformación.

Pero no la transformación que proclaman las elites dominantes, reproductoras del orden neoliberal, que “conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado”; algunas lo harán invocando la figura de Allende, de los compromisos de la política chilena, las “tradiciones democráticas”, una nueva constitución, los consensos; otros, el espectro de Pinochet y Guzmán, la estabilidad; unos para afirmar su identidad en la izquierda, otros, para generar miedo. Y se trata de un mismo bloque, cuyas fracciones han pasado de la fase estatal terrorista (dictadura), dirección de la sociedad en la posdictadura (Concertación/Alianza), y clases dominantes en la etapa de crisis que vive el orden institucional.

El cuadro político en desarrollo señala que el núcleo dominante enfrenta la posibilidad de no reproducirse nuevamente y dar paso a uno nuevo bloque político-cultural.

El modo en que las clases dirigentes resolvieron la crisis de hegemonía en 1973, desde luego es una variante posible que no debe ser subestimada en el análisis de la realidad, y ello dependerá no sólo del tipo de orden y hegemonía que se haga sentido común, sino de la construcción de poder ciudadano y desarrollo de nuevas fuerzas sociales dirigentes.

La crisis que vive Chile se expresa nítidamente en la fractura generacional que escinde lo viejo y lo nuevo, que se opone a la reproducción estructural del capitalismo y el orden de mercado. Esa crisis es la que lleva a que los jóvenes no crean en el sistema político y donde los llamados representantes sólo logran ser elegidos por minorías sociales, amparados en un orden hecho a su medida y beneficio.

En consecuencia, la disputa que se libra hoy es, por un lado, entre fracciones de la clase dominante —incluida la Concertación—, y la gran mayoría social. En este contexto, la elección presidencial de noviembre de 2013, es sólo un paso en el desarrollo de la crisis cuyos perfiles son aún difusos.

Las candidaturas presidenciales que no forman parte del proceso de reproducción sistémica o modélica, como la de Marcel Claude, Roxana Miranda, Gustavo Ruz, expresan el nuevo sentido común, que de modo diáfano experimentan los jóvenes, quienes han percibido el tipo de orden heredado por las generaciones que hoy invocan a los espíritus del pasado para mantener privilegios e intereses.

Más allá de la contienda electoral, el escenario próximo es de reestructuración de hegemonías y en ello las nuevas generaciones ya dan pasos promisorios, como Los Libres del Sur, Fuerza Nueva, Izquierda Autónoma, Revolución Democrática o el Frente de Estudiantes Libertarios.

 Por Adolfo Castillo, Director Ejecutivo Corporación Libertades Ciudadanas.

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