OPINIÓN: Razones y sinrazones para la abstención, por Alexis Meza Sánchez

 

Alexis Meza Sánchez

@amezasanchez

Sin duda, nuevamente el próximo domingo 15 de diciembre, una de las protagonistas será la abstención. Se presume que la participación en la elección presidencial será igual o menor al 50% del padrón que acudió a las urnas para la primera vuelta. Se hablará unos días de ello y luego el tema pasará al olvido hasta la próxima justa electoral.

Algunos se apresurarán en decir que es normal que en las “democracias consolidadas”, la participación ciudadana tienda a ser menor, y otros festejarán los bajos índices de participación como una señal del descrédito de la clase política y sus instituciones. Ya hay quienes han cuestionado el bajo grado de legitimidad de quien resulte electa presidenta, con una participación tan reducida del padrón. Exploremos el fenómeno.

La abstención es una alternativa posible y legítima en un escenario de voto voluntario. Si bien a nadie debiera sorprender esto, no son pocos los que rasgan vestiduras con el deber cívico, la responsabilidad republicana o la obligación que a todo ciudadano responsable cabe de pronunciarse por el futuro del país. Desde esa lógica, se trata al abstencionista como alguien que adolece de las virtudes antes descritas (cívicas y republicanas), pues no ha logrado comprender la importancia que tiene el expresar su opinión en el secreto de las urnas. Es usual que se interpele al abstencionista cuando reclama algún derecho social, acerca de la inconsistencia de reclamar, sin haber votado.

A nuestro juicio, la abstención es apenas un síntoma de la desafección ciudadana con la “cosa pública”. Ella tiene múltiples y muy variadas causas, por lo que tampoco parece lógico, que haya quienes quieran capitalizar la abstención como un éxito político, que expresaría una señal inequívoca e irrefutable del descontento popular.

Entre esas causales (a riesgo de ser reduccionista), podemos encontrar variables socio-económicas, político-ideológicas y culturales.

Es efectivo que el nivel socio-económico incide en la participación electoral. Si se toman en cuenta los índices de la región metropolitana en la primera vuelta, tenemos que solamente en las comunas del sector oriente (Vitacura, Lo Barnechea, Las Condes, La Reina y Ñuñoa), en efecto más acomodadas, la participación superó el 60% del padrón. Mientras tanto en la populosa comuna de La Pintana llegó a un 40%. Donde se registró un menor nivel de participación fue en Alhué, que estuvo bajo el 40% y la de mayor participación fue Vitacura, con poco menos del 70%. No resulta por tanto antojadizo hablar de un sesgo de clase al momento de explicar estos resultados, pues los sectores de elite participan más activamente en estos procesos eleccionarios.

Una conclusión apresurada nos diría que a menor nivel socio-económico, más bajo es el capital socio-cultural, y por ende el nivel de conciencia es menor para relacionar como la actividad política afecta la vida cotidiana de las personas. De ahí que votar o no votar, se tornaría en un hecho estéril, pues no se ve que afecte en el entorno inmediato del votante.

Sin embargo, este dato hay que cruzarlo con el nivel de competitividad de la elección que se está dirimiendo, pues de lo contrario sería difícil explicar porque en Providencia, comuna con una población de suyo ilustrada, el nivel de participación es equivalente a Pedro Aguirre Cerda y menor que Calera de Tango, El Monte y María Pinto. En la misma línea, habría que ver porque Santiago Centro (con poco más de 40%) es la tercera comuna con menor participación, superando en la región metropolitana solo a La Pintana y Alhué. Es válido preguntarse entonces si en Santiago Centro incidió más el nivel socioeconómico o el hecho de que el grado de incertidumbre en las elecciones parlamentarias (simultáneas a la presidencial) era casi nulo, por lo que los “incentivos basados en la competencia” para ir a sufragar no existían.

Por lo tanto, junto con la variable socioeconómica, hay que analizar la oferta política existente, el nivel de incertidumbre y competitividad que tiene una elección, y el “arrastre” incluso que puede tener una contienda parlamentaria ajustada.

Ahí tenemos un tercer problema en el análisis, por cuanto la parrilla de candidatos presidenciales (nueve) era muy variada. Había candidatos casi para todos los gustos. Eso pudo augurar una mayor concurrencia a las urnas. Sin embargo, ello no ocurrió dado que según todos los pronósticos previos de las cada vez menos asertivas encuestas, la elección era “carrera corrida” para Michelle Bachelet. Más de la mitad de los candidatos participaron como un saludo a la bandera y otros tres se disputaban el 2° lugar para disputar una hipotética segunda vuelta (que incluso algunas encuestas pusieron en duda). Podemos afirmar incluso, que la mayor incertidumbre de esta elección, fue dirimir quién llegaría en 3er lugar (Enríquez-Ominami o Parisi).

Esto nos lleva a señalar, que cuando la elección es competitiva, con resultado incierto y hay algo en juego, el volumen de participación aumenta. Por algo, la elección presidencial con más participación desde 1990 en adelante, sigue siendo la segunda vuelta de enero del 2000 entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín donde votaron 7.178.727 personas, 160 mil votantes más que en la primera vuelta un mes antes. Esto se explicaría dado el grado de incertidumbre que se abrió tras la primera vuelta y los proyectos en juego que (al menos en el diseño) aparecían muy contrapuestos.

No es despreciable el número de personas que se abstiene también por desidia o por no tener entre sus prioridades los temas políticos. No son pocos los que no se sienten convocados, no se dan por enterados o lisa y llanamente no les interesa el devenir de la cuestión electoral. Son varios, los que con el sistema de voto obligatorio, habiendo quedado “amarrados” tras inscribirse para el plebiscito de 1988, ahora en el nuevo esquema, se sienten “liberados” de “la carga de ir a votar”. El tema ahí es ver si el problema es el síntoma que esto expresa, o si se debe trasladar la responsabilidad a quienes están llamados a movilizar y convocar a un electorado renuente a participar, con nuevas propuestas e iniciativas.

También existe la abstención por razones ideológicas. Hay quienes sostienen que votando legitiman un ordenamiento institucional que consideran ilegítimo y por tanto absteniéndose estarían aportando a su descrédito. Esta es una opción, que incluso se expresaba anulando o no inscribiéndose en el padrón antiguo.  El problema aquí es que esta expresión, no se puede traducir en capital político, dado que no es posible mezclar las variadas razones para la abstención.

En suma, la abstención es un fenómeno multicausal, sobre el cual hay que cruzar variables de análisis y no sacar conclusiones a priori. No tiene mucho sentido culpar o satanizar al abstencionista (menos en un contexto de voto voluntario), así como tampoco algún sector se puede atribuir el “éxito” de la baja participación.

El problema a mi juicio sigue siendo el de concordar en la necesidad de revalorizar la política como espacio de disputa y como escenario para dirimir proyectos de sociedad en juego. Mientras la calidad y densidad del debate público sea tan pobre, mientras los actores institucionales sigan comprendiendo la política como un juego de declaraciones performáticas vacíos de contenido y mientras las candidaturas alternativas, no sean efectivamente “alternativas competitivas” que superen la veta testimonial, la abstención seguirá siendo un convidado a esta “fiesta de la democracia” del que no lograrán despojarse con facilidad.

Alexis Meza Sánchez.

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